domingo, 15 de diciembre de 2013

Silencio terapéutico

Cuando sufrí el trombo ocular, viendo que mi visión pendía de una fina cuerda, ansié estar solo para meditar sobre lo que me había ocurrido.

En una primera fase me pregunté por qué me había sucedido esto. Buscaba respuestas y ninguna me satisfacía. Al mismo tiempo, me torturaba un profundo sentimiento de culpa al pensar que podía perder la vista por no haber cuidado lo suficiente mi salud. Había saboreado hasta embriagarme el color del mar y del cielo, la belleza de la noche y de los paisajes. Ahora me veía limitado.

Poco a poco empecé a reconciliarme con mi nueva situación. Después de una profunda crisis aprendí a no martirizarme más. Tenía que extraer una enseñanza nueva de lo ocurrido. Fue una lección dura, pero necesaria para crecer. Dejé de preguntarme, aprendí a callar y a redescubrir el silencio.

Fue en la calma cuando vi que la solución del problema estaba en mí, como estuvo en mí la causa que lo originó. Así inicié el proceso de recuperación, desde el silencio. Es un camino con vaivenes, pero siempre ascendente. Desde el más hondo silencio de mi corazón, sin palabras, con la mirada más allá de mis limitaciones, empecé a confiar en la fuerza reparadora que tenía y fue así cuando llegué a darme cuenta de que, en la más profunda oscuridad se pueden ver destellos de esperanza que despuntan y empiezan a brillar en el horizonte.

Aconsejo a los que me seguís que no desestiméis el potente valor terapéutico del silencio. Con la mano tendida de los amigos que saben padecer también en silencio tu sufrimiento, se alcanza una especial sensibilidad para captar el valor de la salud, tanto física como espiritual.

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